jueves, 30 de octubre de 2008

¿QUE SERÁ DE EUROPA?

¿QUE SERÁ DE EUROPA?

PUBLICADA EN “NOTICIAS” DEL 26 DE AGOSTO DE 2007 EN LA SECCIÓN “CLASES MAGISTRALES”
MATERIA/GLOBALIZACIÓN


El destino del continente sacudido por los últimos acontecimientos políticos y religiosos: la caída de la Unión Soviética, el avance del islamismo, la guerra de Irak y el conflicto de Medio Oriente.

Por Albino Gómez

Ultimamente voces muy autorizadas se preguntan con inquietud por el destino de Europa. Podemos mencionar a la canciller alemana, Angela Merkel, al filósofo Jürgen Habermas, al ex secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, y muy recientemente al prestigioso historiador del nazismo, del comunismo y del terrorismo, Walter Laqueur, quien en su libro Los últimos días de Europa describe una Unión Europea en declinación, para él, irreversible.

Sin pretender afiliarnos a dramatismo alguno, sólo señalaré complejas circunstancias que arrancan, por lo menos, desde comienzos de la década del 90, y que tal vez hayan sido olvidadas, pero que son reflexiones tomadas de muy diversos artículos y ensayos que no pueden obviarse para analizar e interpretar correctamente la actual situación. Asimismo dejaré de lado, en lo posible, toda actualización por considerarla innecesaria, ya que ella la venimos haciendo a través de nuestras lecturas, día a día.

Comencemos con aquello de que los tiempos de los sueños elegíacos, del fin de la historia y de las propuestas ingenuas sobre la paz universal que siguieron a la caída del Muro de Berlín, han quedado ya muy lejos. Así también las hermosas frases sobre el progreso, la paz, el relanzamiento económico, la recuperación casi instantánea de los países del Este, el equilibrio y la prosperidad desde el Atlántico a los Urales.

La realidad se encargó de echar por tierra rápidamente estas primeras ilusiones, pero como todavía seguimos sin aprender que no son las realidades las que matan, sino que las asesinas son las ilusiones, pronto surgieron otras, sustitutas de las primeras. Por ejemplo: la convicción inconfesada de que el Oeste rico estaba esencialmnte al abrigo de los sobresaltos del Este pobre; que las explosiones y los accidentes podrían ser controlados y –lo que es más superficial- que Rusia había adoptado definitivamente una actitud entre amistosa y humilladas, con la que se iba a someter a Occidente y tragar su descomposición a media voz a cambio de unos cuantos miles de millones de dólares. Todo esto sin hablar de los últimos dramáticos atentados terroristas. Entonces nos preguntamos: ¿Cuánto tiempo tiene que pasar todavía para que los europeos comprendan que han cambiado un mundo amenazado, pero sin riesgos, por un universo sin amenaza militar, pero con riesgos? ¿Cuántas sacudidas y cuántos espasmos serán necesarios para hacerles admitir que las ondas expansivas –económicas, demográficas o ideológicas- procedentes de Moscú, sin contar con el avance del islamismo, el aquelarre de lo que va pasando en Irak y tal vez pronto en Irán, más toda la situación de Israel y de los palestinos van a repercutir en casi todo el Continente?

Los elementos de este caos son innumerables y van a sobrevolar los próximos decenios. Además, ante estas amenazas, latentes o explícitas, virtuales o reales, no hay ningún mecanismo regulador, ninguna cibernética de la historia que, como una cuerda de seguridad, mantenga al mundo dentro de un orden mínimo. Ya no funcionan ni la Guerra Fría ni las alianzas internacionales; ni los imperialismos locales, renovados todos ellos o no. Así pues, hemos ingresado en el reino de lo aleatorio, de lo incierto, de la confusión, del desorden y del retorno al tribalismo.

Decimos tribalismo y no nacionalismo, que sería menos grave, porque el primero pone el acento sobre la tierra, la sangre y la identidad; el segundo, en cambio, menos monolítico, deja sitio, a veces, a la adhesión o a la apertura.

Salidas del congelador de la historia, tal como habían entrado entre 1917 y 1947, las sociedades de la Europa del Este no han podido llevar a cabo el trabajo de maduración, reflexión e introspección de si mismas que durante años hicieron sus congéneres del Oeste. Los fantasmas resucitan, totalmente vírgenes y sin modificación ni alteración alguna. En primer lugar, vuelve el chivo expiatorio judío. Incluso en Polonia, en la que el judaísmo fue barrido del mapa; y en Moscú, donde suscita la misma agresividad que en la época de los Protocolos de los Sabios de Sión. En segundo lugar, el odio a los gitanos, pueblo ambulante e indómito, cuya forma de vida provoca las iras y los reflejos étnicos más clásicos. En definitiva, el rechazo del otro, desprecio por las minorías y miedo al cosmopolitismo, que producen violencia y hostilidad, aunque muchas veces sólo sean verbales.

De todos modos es evidente que, desde que su horizonte se ha abierto al capitalismo, algunos de estos países ven cómo, poco a poco, el mercado, el intercambio y los primeros signos de extraversión, están haciendo bajar la presión. Pero si exceptuamos a los polacos, a los húngaros y a los checos, que han iniciado una transición difícil, pero quizá lograda hacia la democracia y al mercado (aunque sin embargo no han desaparecido en ellos las miasmas xenófobas), todos los demás están a merced de un tribalismo, al que ha respondido, como el eco, el retorno de las aspiraciones de identidad en el Oeste.

Y este tribalismo no sólo promete retrotraernos al siglo XIX, porque convertida la economía en la ultima ratio, las aspiraciones de consumo en el objetivo vital, la riqueza en el valor supremo y el dinero en la referencia absoluta, ocurre que las incertidumbres del mercado agravan el desconcierto de las poblaciones y, por lo tanto, su tentación a refugiarse en las fantasmagorías étnicas.

Lo mismo que los occidentales soñaban, una vez destruido el Muro, con la paz definitiva, los orientales pensaban que, después de unos cuantos años de sacrificio, iban a alcanzar el nirvana capitalista. Nunca entendieron que el mercado era una ascésis, que acanzarlo a medio plazo y desde el punto de vista humano, era una utopía, y que las primeras consecuencias serían la degradación del poder adquisitivo y la pérdida de muchos empleos. Soñaban con un mercado a la anglosajona y descubrieron la jungla. ¿Qué otra cosa puede ser el capitalismo salvaje? Creían estar recorriendo, de una forma acelerada, la película del desarrollo tradicional (acumulación, inversión y nacimiento de una clase empresarial) y lo único que conocieron, fueron los encantos de los circuitos ilícitos de distribución, el mercado paralelo, y la aparición de una clase dominante en la que Marx no había pensado: la Mafía.

Afortunadamente, el decorado no ha sido tan negro en todas partes. Preparada para la economía de mercado por el “kadarismo”, un sucedáneo del capitalismo, Hungría se constituyó en una excepción. De algún modo pasó lo mismo con la nueva república Checa, que fue llevando con éxito la transición, apoyándose en una tradición industrial que le permitió presentar un clima industrial casi a la alemana, con unos costos muy cercanos a los de un país del Tercer Mundo, aunque no puedan sostenerse largamente. Y lo mismo podría decirse de Polonia, en tanto y en cuanto se puso en camino antes que los demás países del Este, aprovechándose de su vecindad con Alemania y apoyada en una sociedad civil sofisticada. Podríamos incluir a Eslovenia, el hinterland feliz de una opulenta Austria.

Pero en los demás países, y con mayor razón en Rusia, el desconcierto económico pudo implicar la mejor coartada del tribalismo. Porque habría hecho falta una dosis de racionalidad muy por encima de la normal, para aceptar un terremoto, que todavía no ha finalizado y cuyos únicos efectos han sido la proliferación de los aprovechados, de los especuladores y de los prevaricadores. ¿Será pués Occidente el responsable de todo esto por no haber ayudado lo suficiente? ¿En definitiva un chivo expiatorio creíble? Aún así, aceptemos que lo peor nunca es lo más seguro, pero, en el juego de las hipótesis, constituye la referencia y el punto de partida obligado.

También son elementos importantes del desorden, los movimientos de población, las migraciones, cuyo análisis demandaría un trabajo exclusivamente dedicado a este fenómeno, que padecen principalmente Francia, Alemania, España e Italia. Y en menor medida, hasta Portugal. Pero en síntesis, eludiendo estadísticas y sin entrar en el tema, podemos decir que detrás de este doble flujo migratorio sin límites, del Sur hacia el Norte y del Este hacia el Oeste, se perfila a corto plazo una similitud entre las dos Europas, la latina y la central: porque ambas van a padecer angustias similares en términos de identidad, de relación con los extranjeros y de percepción de los otros.

Pero digamóslo de una buena vez: el desorden para Europa se debe, asimismo, a que su visión del mundo se estructuró, para bien o para mal, con la anterior presencia de la Unión Soviética y, por eso, les cuesta mucho a los europeos imaginar que el vacío haya sustituido al más hierático de los Estados-imperio. Porque la URSS abrazaba al Continente como un andamiaje a un muro inseguro: franceses, italianos, alemanes, etc. se habían convertido en europeos contra ella y, por lo tanto, gracias a ella. Ahora tienen que hacerse a la idea de que nunca más volverán a conocer cierto orden por el lado de Moscú, en el sentido más clásico del término: un territorio, un Estado, reglas de juego y un sistema de poderes siempre identificable. Porque es bueno recordar que siempre se decía que si uno visitaba en aquellos tiempos Moscú, no podía recibir información de nada pero lo entendía todo. En cambio, si visitaba Roma, recibía todo tipo de información, pero no entendía nada.

Frente a este continente, desde entonces desconocido, no quedaba otra solución que su inserción en la economía mundial. Pero se ingresó de entrada en una etapa de la economía de mercado sin reglas jurídicas, ni de derecho comercial ni civil, sin urbanismo y, evidentemente, sin respeto a los derechos de los trabajadores. Una etapa económica parecida a una jungla, en la que el mercado negro y el legal se superpusieron, porque no había regla alguna para poder diferenciarlos. Por todo ello, resultó obvio que se generara el dominio de las mafias locales, unidas, después de múltiples conflictos, en una “camorra” de nivel internacional, susceptible de enfrentarse o de cooperar con sus grandes competidoras europeas o americanas.

Una etapa, pues, de economía de subsistencia,y en su centro un poder simbólico, dotado del atributo nietzscheano que representa el poder atómico, un poder que detenta aparentemente la soberanía y que hereda la tradición histórica rusa. A su alrededor, una serie de centros de decisión autónomos, llámense regiones, conglomerados industriales o técnicos, dirigidos por grandes señores en negociación permanente con el soberano moscovita, que no aceptan determinadas órdenes y se consideran los únicos jueces de los intereses de sus territorios. ¿Es necesario además, recordar Chechenia?

En cuanto a la inevitable retirada norteamericana, es también parte del desorden. Los Estados Unidos están sometidos a su propio dinamismo, además de que nunca han sabido ponerlo al servicio de una estrategia de dominio de larga duración. El comunismo y su prosperidad natural condujeron a los Estados Unidos a Europa. La muerte del primero y la disminución de la segunda producen su partida, sin siquiera hacer ruido. Los europeos han creído, durante decenios, que los Estados Unidos se interesaban realmente por ellos, cuando, en realidad, Europa sólo fue la avanzada frente al “imperio del mal”. Y una vez que se hayan ido de Europa, los norteamericanos no volverán fácilmente. Al menos no bastará para ello con los espasmos locales de los Balcanes o de otras zonas europeas. Sólo un drama que tuviese como actor principal a Rusia, podría hacerles implicarse de nuevo. Y es que ayer Europa era la vanguardia frente al enemigo. Hoy, un campo de retirada al borde de una “agujero negro”.

Pero más allá de simpatías o antipatías, los europeos deben reconocer que con la presencia de los Estados Unidos, si bien no estaba garantizado el orden de Europa, sin ellos, el desorden gana espacio. Además, cuando los intelectuales alemanes se inquietan por el futuro de su democracia, cuando los italianos del Norte hablan de sus compatriotas del Sur como de extranjeros ladrones, cuando los escoceses resucitan cuestiones viejas de siglos para criticar a Londres, cuando los húngaos ven al partido en el poder dividirse entre demócratacristianos de derecha y nacionalistas antisemitas, cuando los flamencos sueñan con la independencia, y sin llegar a España para no extenderme más, podemos concluir que está naciendo una nueva Europa. Una nueva Europa que surge, entre otras cosas, por la desaparición de un tabú que, durante casi medio siglo ha garantizado la paz en el Continente: la intangibilidad y la inviolabilidad de las fronteras.

Todos sabían que, si este punto cedía en alguna parte, se corría el riesgo de que se deshiciese todo el tejido. Ahora bien, a pesar de estar convencidos de este peligro, los europeos han preferido esconder la cabeza debajo de ala en vez de definir un marco y un procedimiento que permitisen abordar los casos más difíciles. Negando la realidad, se han visto obligados a vengarse de una forma anárquica y violenta. Una vez que las fronteras se tornan cuestionables y, por lo tanto, cuestionadas, la paz ya no es algo que se da por supuesto. Así, podemos afirmar que no fue muy feliz o auspicioso el final del siglo XX para Euroopa.

Y aunque muchos digan lo contrario, no es el Islam el que desempeñará el papel del comunismo, es decir, de un enemigo monolítico y previsible, en relación a Europa. Para eso, la falta homogeneidd, coherencia y solidaridad. Además, frente al Islam integrista, al que inspira y trata de dominar Irán, como lo hizo el Komintern con la Unión Soviética de Stalin, hay otras muchas variantes islámicas moderadas. Convertir al Islam en un fantasma pelirgroso es olvidar que la principal potencia musulmana del Oriente Próximo, Turquía, fue y sigue siendo un miembro activo de la OTAN. Antaño, sirviendo de avanzada de la organización militar europea frente a la Unión Soviética; años después, frente a Sadam Hussein, durante la crisis de Kuwait, y hoy, en el corazón de las repúblicas islámicas de la ex URSS, donde desempeña el papel de contrapeso eficaz a las campañas iraníes. Y eso, sin contar a Arabia Saudita y a otros Estados del Golfo, cuya rigidez religiosa nunca se transformó en proselitismo conquistador. Es evidente, sin embargo, que si Argelia o Túnez no resistiesen la ola integrista, su onda expansiva afectaría a Europa de varias formas: con la llegada de las élites laicas que huirían de los nuevos regímenes, así como con el reisgo de agitación de las comunidades de inmigrantes instaladas en el Continente. Por supuesto, los resultados desastrosos, desde todo punto de vista, de la última y todavía actual presencia de los Estados Unidos en Irak, si bien no cambian demasiado por ahora lo que acabamos de decir, siendo muy moderados podemos afirmar que no han traído beneficio alguno ni han contribuido para nada a la paz regional ni mundial.

¿Pero dónde está el lider, a la vez democrático y tutelar, liberal y con autoridad, capaz de tejer los hijos de la tela europea? Incluso si Rusia consigue un día, lo que va pareciendo probable, volver a desempeñar el papel de “gran potencia”, no sería capaz de ejercer su influencia más allá de su esfera natural eslava, es decir más allá de Ucrania y Bielorrusia. Tampoco se puede buscar este posible líder en París o en Londres. Francia y Gran Bretaña pueden desempeñar todavía un papel de cohesión, pero sólo actuando a través de las organizaciones internacionales. Y ni hablar de ir a buscar al “gran Hermano” de Washington, por el momento desquiciado.

Sólo queda el enigma alemán, reinstalándose en su Mitteleuropa. La unificación de un espacio que se inscribe en las fonteras del viejo imperio alemán, pro también en las posesiones del desaparecido imperio austro-húngaro. ¿Cómo explicar de otro modo la actitud de apoyo del gobierno de Bonn a las reinvindicaciones croatas? Este espacio está dominado por la economía alemana, unificado por la cultura germana en sus diversas expresiones, especialmente por el uso de la lengua, pero no se apoya sobre ningún poder político central. La influencia de la República Federal sobre esta miríada de Estados que participan, de alguna manera, en esta nueva “confederación” es mucho más modesta que la que podía tener, en su tiempo, el más débil de los emperadores alemanes. Y no está en condiciones de imponerles una relación política de soberano a vasallo ni de ejercer un peso específico sobre las relaciones que esta multitud de países mantienen entre ellos, ni siquiera para obligarles a resolver sus contenciosos.

Y es que el Gobierno Federal no está en situación de influir siquiera en el comportamiento o las decisiones de Siemens o del Deutsche Bank. Lo que pasa es que estas grandes compañías han encontrado su hinterland, es decir una zona en la que pueden deslocalizar su producción en fábricas ultramodernas, a veces financiadas con ayuda internacional, con trabajadores casi alemanes –que podrían serlo, a menudo por derecho de sangre, si emigrasen a Alemania- y a los que pagan como en el Magreb, es decir la décima parte de lo que se paga en Alemania.

De ahí que se produzca una situación extraña y ambivalente: Alemania
está omnipresente en este inmenso territorio de fronteras imprecisas y, al mismo tiempo, está tremendamente ausente. El pacifismo de la opinión pública alemana, su rechazo a ver convertirse a su país en actor activo, incluido en el plano militar del juego europeo, la autocensura de sus dirigentes conscientes todavía del peso del pasado, así como la desconfianza de los países medios, son otras tantas razones para explicar el “perfil político bajo” que mantiene Alemania y al que no parece dispuesta a renunciar. Al menos por ahora.

Algo parecido –matatis mutandis- se produce en los confines de Escandinavia. ¡Qué mejor medio para que los suecos puedan escapar a la artrosis de su Estado Providencia que producir en Estonia o en Letonia! Allí encuentran gentes parecidas a las propias, a las que pueden pagar con unos salarios todavía más bajos que los de Hungría o Polonia. De esta forma se van formando nuevas órbitas, con un país central próspero y una serie de satélites pobres y ávidos de dar trabajo a sus ciudadanos.

En este Continente que se ve amenazado por el caos, los grandes no consiguen ponerse de acuerdo. Más aún, no sólo no se ponen de acuerdo, sino que su mutuo entendimiento está muy lejos de representar un factor suficiente de paz. Al comienzo del conflicto yugoeslavo, reminiscencias históricas obligan, los franceses sostenían a los serbios y los alemanes a los croatas. Y eso fue suficiente para que ninguno de los contendientes se sintiese aislado, pero insuficiente para que, una vez que los grandes aliados entraron en razón, las partes en conflicto se viesen obligadas a seguir a sus tutores y abandonar la contienda. De esta forma se hizo primar la memoria para alimentar los irredentismos, y la impotencia para conducirlos al arrepentimiento. Ni los franceses ni los ingleses, ni siquiera los rusos o los alemanes, gozan hoy del poder o del prestigio suficientes como para hacer entrar en razón a sus “clientes”, a los que, sin embargo, podrían convencer muy fácilmente, interrumpiéndoles el suministro de su pensión alimentaria.
Los recuerdos delos lazos pasados alimentan las tensiones; la realidad de las relaciones actuales no permite controlarlas.

Entiéndase bien, no se trata de echar de menos el tiempo en el que rivalidad de las grandes potencias continentales se alimentaba con pequeñas escaramuzas entre sus satélites, aunque al final estaban condenadas a entenderse. Hoy, en cambio, las buenas relaciones entre ingleses, franceses, alemanes e incluso rusos, no son suficientes para garantizar el equilibrio europeo, desde el momento en que los países de esas zonas sensibles no tienen en cuenta su parecer a la hora de elegir la paz o la guerra.

Pero de todos modos, lo cierto es que lo incierto domina a Europa, porque sus mapas económicos, políticos y estratégicos ya no coinciden. Durante la Guerra Fría se superponían casi al kilómetro. La democracia, el mito europeo y el mercado encajaban perfectamente. En el interior de un espacio rodeado por el telón de acero, la apertura de las fronteras económicas suscitaba un proceso de unificación que casó con toda naturalidad y durante décadas la economía, la política y la estrategia. Dado que el comunismo paecía eterno, Occidente disponía de la misma eternidad para llevar a cabo esta transición de uno al otro orden. Era una situación atípica que, por comodidad, se pensó que iba a ser definitiva, porque, además, no tenía precedentes.

Y para terminar de complicar aún más las cosas, el mapa estratégico tampoco coincide con el mapa político. En efecto, el país más fuerte militarmente, en este caso Rusia, se corresponde con el actor político por ahora más débil e incluso, más evanescente, en ciertos supuestos. ¿Cómo pensar entonces en una Europa unívoca y lógica, cuando el único ejército realmente poderoso del Continente pertenece a un país cuya realidad política es incomprensible y cuya dinámica económica no se puede analizar con ninguno de los conceptos tradicionales? Pues bien, esta situación es determinante y genera por si misma incertidumbres, riesgos, sobresaltos y peligros.

En este espacio inarmónico, el tiempo de las respuestas sencillas ha desaparecido. Para los hombres de Estado europeos, acostumbrados durante más de medio siglo de comunismo a actitudes binarias, se trata de un desafío sin precedentes. Y no es muy seguro que sepan comprender esta mutación. Quizá haya que esperar pacientemente a que pasen el testimonio a la generación de la posguerra fría. Porque mientras la primera sopesaba el bien y el mal, los enemigos y los aliados, los misiles de un lado y del otro, la segunda estará mucho más familiarizada con los conceptos de complejidad, con las acciones y las retroacciones, con las causas primeras y los efectos perversos, e incluso, con los engaños de la memoria o con las bromas de la Historia. Por eso, en el peor de los casos, Europa será el Continente del caos y, en el mejor, el de la complejidad.

El autor es periodista, escritor y diplomático

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