jueves, 30 de octubre de 2008

RECORDANDO A ASTOR PIAZZOLLA

ENSAYO
RECORDANDO A ASTOR PIAZZOLLA
Para Perfil
Albino Gómez

Lo llamaron Astor en homenaje a Astor Bolognini, un violoncelista amigo de su padre Vicente. La historia de este pisciano –como él astrológicamente se reconocía- comenzó el martes 11 de marzo de 1921 en Mar del Plata a las dos de la madrugada, y su vida, aunque no su historia, se cerró hace quince años, el 4 de julio de 1992 en Buenos Aires, después de una penosa y larga enfermedad que lamentablemente puso fin a su prolífica producción cuando seguía desarrollándose con una enorme potencialidad creadora en París. Cincuenta años antes, en 1942, todavía menor de edad, porque en aquellos años la mayoría comenzaba a los 22, se casó con Odette María Wolf (“Dedé”), una bella argentina con sangre alemana y francesa, que le dio sus únicos hijos, Diana y Daniel. Pero hasta llegar a eso, pasaron muchas cosas, entre otras, vivir desde los 3 años hasta los 16, en Nueva York, con una breve interrupción de nueve meses, por una vuelta a Mar del Plata, en un intento de sus padres, Vicente y Asunta, de reinstalarse en esa ciudad, lo que recién pudieron lograr en 1937.
Claro está que esos años neoyorkinos le dieron a nuestro músico una base cultural-emocional que selló toda su vida, a través de las vivencias que significaron sus rebeldías escolares, la amistad con sus primos italo-americanos de New Jersey, las pandillas barriales de las que formó parte, sus rechazos hacia el solfeo, sus primeros maestros musicales; ese primer bandoneón de segunda mano, con cincuenta notas metálicas y estuche de madera, que aprendió a tocar solo, mientras recibía lecciones de piano de un maestro húngaro, discípulo de Rachmaninov que le descubrió a Bach y a Mozart, enamorándolo de dichos autores de tal manera, que abandonó sus correrías y peleas por las calles de Manhattan donde tocaba la armónica o hacía zapateo americano por moneditas. Y cómo obviar el hecho imprevisible y mágico, de poder conocer a Carlos Gardel a los once años, hacer de extra como canillita en una de sus películas y acompañarlo a las tiendas para hacerle de intérprete idiomático en sus compras.
Evidentemente el destino estaba tramando algo especial para el niño y el joven Astor. Se ha escrito muchísimo sobre él -acerca de su desarrollo musical, desde sus inicios a los 18 años como bandoneonista de Anibal Troilo y su arreglador después- en decenas de notas periodísticas, algunas extraordinarias como la que le dedicara el músico y poeta argentino Guillermo Anad en la Revista El Arca, en diciembre de 2000, que constituye el análisis técnico más profundo y completo sobre su obra, o en libros tan valiosos como el de María Susana Azzi y Simon Collier; más las memorias de Natalio Gorín; el entrañable texto de Diana Piazzolla o las desopilantes historias contadas por Oscar López Ruiz. Vale decir que todo ello me exime de endilgarles hoy a los lectores una extensísima relación cronológica de su producción, por demás ya muy conocida, como todo lo relacionado con la formación de su primera orquesta con Fiorentino en 1946, la obtención del Premio Fabián Sevitzky por sus Tres Movimientos Sinfónicos Buenos Aires, en 1953, estrenada en el Aula Magna de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, en su entonces nuevo edificio de la Avenida Figueroa Alcorta; seguido esto por la obtención en 1954 del premio de los Críticos musicales con Sinfonietta, que fuera dirigida por Juan Martinon en Asociación de Amigos de la Música. Para cerrar ese breve ciclo de ocho años con la obtención de una beca del gobierno de Francia para estudiar contrapunto y composición con Nadia Boulanger. Sin dejar de mencionar por supuesto, algo tan fundamental como fueron sus cinco años de estudio con el maestro Alberto Ginastera…Y me detengo aquí para no violar mi propósito de evitar un sumario ya conocido, porque sólo pretendo en esta nota recordarlo, con el modesto aporte de mi testomonio personal a través de algunos encuentros en nuestra larga amistad fundada en New York en 1958, cuando ya llevaba yo más de una década escuchando sus grabaciones en los discos de pasta de 78 revoluciones. Porque me tocó nacer en el seno de una familia tanguera, y mi padre me llevaba desde que yo tenía 10 o 12 años al Nacional, al Marzotto o al Ebro Bar para escuchar tangos. Como vivíamos en la calle Corrientes, al lado del teatro Politeama, pasaba todos los días para ir a mi escuela y luego al Colegio Nacional, por la vereda del Tibidabo, donde yo sabía que tocaba Troilo, como también sabía, por comentarios de mi padre a sus amigos, que había debutado en esa orquesta un joven bandoneonista de apellido Piazzolla. Una calle Corrientes todavía de doble mano, con garitas en las esquinas para que los agentes dirigieran el tráfico, con teatros, librerías y cafés, que le daban vida plena mañana, tarde y noche.
Mi gusto por el tango estaba determinado por lo que escuchaba en mi casa, que abarcaba desde los clásicos de la Guardia Vieja hasta Gardel, más sus películas, los musicales de Francisco Canaro en los teatros, el refinamiento de las orquestaciones de Osvaldo Fresedo que agregaba instrumentos no convencionales. También me motivaban las milongas en los clubes de barrio a las que iban mis primos mayores. Y luego los bailes de los Carnavales con orquestas de tango, de jazz y las llamadas “características” dominadas por Feliciano Brunelli.
Ya veinteañero descubrí mi gusto por el jazz, que en Buenos Aires tenía también como el tango, sus grandes formaciones musicales, a cargo de Eduardo Armani, Luis Rolero con Helen Jackson, los Cotton Pickers en la Richmond de Suipacha con Guy Montana y Annie Lee o Héctor y su jazz. Pero al mismo tiempo renovaba mi gusto por el tango gracias a la nueva riqueza musical que comenzaba a recibir a través de Horacio Salgán y de Astor Piazzolla.
Recuerdo que operado de apendicitis a los 22 años, durante mi breve internaciòn de tres dìas, con dos noches, como se me permitiera instalar en mi habitación del sanatorio un pequeño Winco, me lo pasé leyendo Bahía de Silencio de Eduardo Mallea y escuchando “Prepárense” de Astor Piazzolla, grabado en un disco TK por Anìbal Troilo.
Pocos años después lo vi, aunque desde lejos en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, cuando ganó el Premio Fabián Sevitzky. Pero tardé cinco años más para encontrarlo y conocerlo personalmente, en mi primer viaje a Nueva York en 1958. Yo tenía en esa ciudad a varios amigos, y dos de ellos, colegas míos en el Servicio Exterior, muy aficionados a la música, ambos guitarristas, amigos y admiradores de Piazzolla. Ellos me lo presentaron y comenzó una amistad enriquecida por la estimulante vida cultural que nos brindaba Nueva York, donde había además un grupo de destacados argentinos vinculados al periodismo, a la pintura y a la música, como Ana Itelman, Horacio Estol, Omar del Carlo, Marcelo Bonevardi, Sergio Mihanovich y Enrique Villegas, entre muchos otros, con quienes compartíamos las noches durante casi todos los dìas de la semana, más las de algunos sàbados y domingos. A ese grupo permanente, siempre se agregaban artistas nuestros que nos visitaban con bastante frecuencia. Astor y yo vivìamos a una distancia de apenas cinco minutos de auto, ya que solo se trataba de cruzar el Central Park, desde la Quinta Avenida hasta Broadway, a la misma altura, por lo cual las visitas mutuas eran muy frecuentes.
Astor vivìa en la calle 92 y Broadway, es decir del lado Oeste de la ciudad, a una cuadra del Central Park. Lo acompañaban Dedé, Daniel y Dianita, que andarían por los diez o doce años. También estaba con ellos Pouppé, hermana de Dedé. En ese departamento por el cual pasaron decenas de artistas, recaló un sábado por la tarde Juan Carlos Copes con su compañera María Nieves, que venían de Puerto Rico y llegaban por primera vez a Nueva York. De inmediato partimos con Astor y Copes al barrio italiano a comprar fiambres para la noche, y ensaimadas para la tarde. En ese tiempo, Astor estaba trabajando en la música de un ballet para Ana Itelman sobre el tema de “El hombre de la esquina rosada”. Ya había creado su entrañable “Adios Nonino”, cuando se enteró de la muerte lejana de su padre Vicente, que lo sumió en una profunda tristeza. También aparece por entonces fugazmente en un par de importantes programas de la televisión local, trabaja por las noches en el hotel Waldorf Astorio y casi de una manera permanente en el Chateau Madrid, un excelente lugar nocturno de música y copas. Nuestras salidas preferidas eran las idas al cine, a los museos, al Vanguard en la calle 11 para escuchar jazz, a las exposiciones de pintura, y a las cantinas italianas y españolas, porque el disfrute de Astor por la comida era toda una ceremonia. Eran estupendos los recorridos que hacíamos por un Manhattan más transitable que hoy en día, y también nuestras salidas más lejanas que incluían Brooklyn, Queens, New Jersey o Long Island. Más allá del Bronx llegábamos a los Cloisters para sentarnos a escuchar en la paz de los patios de ese museo-convento, música sacra, mientras podíamos contemplar el río Hudson, bien azul en verano y tan gris y helado en sus orillas durante los inviernos. Es que nos fascinaba esa zona muy boscosa llamada Riverdale, donde vivió y murió en 1945 uno de los íconos de Astor, Bela Bartok. Ese lugar estaba situado a unos veinte o treinta minutos de Times Square, o sea del mismo centro de Manhattan, y nos regalaba un paisaje tan maravilloso que se nos hacía casi imposible creer que pudiéramos estar tan cerca de esa tumultuosa y vibrante ciudad neoyorkina. Por supuesto, también eran inafaltables las largas tenidas nocturnas de charlas y discusiones sin fin sobre cine, música, libros y hasta sobre política, la nuestra e incluso la mundial.
Aunque ya lo he dicho en otras oportunidades, pero nunca en estas páginas, no puedo obviar contar nuevamente que entre las tareas diplomáticas que me tocó cumplir en Nueva York durante aquel tiempo, tuve la muy grata de acompañar durante una semana a la escritora y directora de la Revista Sur, Victoria Ocampo, que llegara en calidad de directora del Fondo de las Artes para invitar a ciertas personalidades a concurrir a un gran festival internacional de cine que tendría lugar próximamente en Mar del Plata. Ella a su vez, invitó a acompañarla durante su estadía en la ciudad, a su amigo Igor Stravinsky y a Vera, su mujer, que vivían en California. De modo tal que me constituí en una suerte de edecán de ese extraordinario terceto que se alojaba en el Waldorf Astoria. La visita de nuestra escritora se cerró espléndidamente con una gran recepción que le ofreció nuestro embajador ante las Naciones Unidas, Mario Amadeo, en el famoso Metropolitan Club de la Quinta Avenida, a la cual concurrieron escritores, músicos, pintores, académicos y profesores norteamericanos especializados en literatura latinoamericana y española. Entre tantos famosos no puedo dejar de destacar la presencia de Waldo Frank, de Arthur Miller, del queridísimo profesor español Francisco Ayala y de la inolvidable actriz Maureen O’Hara.
Por supuesto, me ocupé especialmente de la lista de argentinos notables que vivían en el área, entre los cuales estaba obviamente Astor Piazzolla, que no me creyó en absoluto cuando le dije que le presentaría a Igor Stravinsky en esa recepción. El hecho es que cuando llegó Astor, acompañado por Dedé, fui a buscarlo a Stravinsky, rescatándolo de un grupo de señoras que lo rodeaban embobadas. Como el músico se había acostumbrado cordialmente a mi presencia diaria, a modo de una suerte de edecán o guía, me siguió de inmediato hasta donde estaba Piazzolla. Este no lo podía creer, y tampoco podía articular palabra alguna, en ninguno de los dos idiomas posibles, como el francés y el inglés, que hablaba con fluidez. Por fin, ante dos nuevos intentos míos de presentación, dijo: “Maestro, yo soy su discípulo a la distancia”, dio media vuelta y huyó. Es que para Piazzolla, Stravinsky, Ravel y Bartok, eran como dioses musicales, pero su timidez, su enorme timidez, que sólo los muy cercanos conocieron, le jugó una mala pasada. Claro está que el día siguiente lo llevé al Waldorf Astoria y pudo mantener con el gran músico ruso una larga charla durante la cual le mostró y entregó varias partituras de sus obras. Quienes conozcan la obra de Stravinsky y la de Piazzolla, saben perfectamente de la gran influencia de aquél sobre nuestro músico. Bastaría con escuchar “Tres minutos con la realidad”, para echar por tierra cualquier duda al respecto.
Casi al mismo tiempo, tanto Astor Piazzolla como yo dejamos Nueva York, Continuó nuestra amistad en Buenos Aires, donde tuve oportunidad de escribir a su pedido un letra para un tema que tituló “El mundo de los dos”, que me pasò en piano en su departamento de Entre Rìos y Venezuela, donde todavía sigue viviendo Dedé. También le hice entonces una letra para una vidalita, que fue uno de los temas musicales de la película “Paula cautiva”. “El mundo de los dos” lo estrenó en 1962 con su quinteto integrado por Jaime Gosis, Oscar López Ruiz, Elvino Vardaro, y Quicho Días, y la voz de Héctor de Rosas. Eso fue en un recién inaugurado boliche que se llamó “676”, en ese mismo número de la calle Tucumán. En Buenos Aires reanudamos la vida nocturna de Nueva York, siguiendo todas las actuaciones de Astor en diversos boliches como Jamaica o La Noche y en sus conciertos en universidades. Por supuesto tenía grandes admiradores y detractores que negaban que su música fuese tango. Pero él decía que todos los estilos y formas le merecían el mayor respeto. Que había sido y era admirador de las orquestas de Julio de Caro, Osvaldo Fresedo, Elvino Vardaro, Osvaldo Pugliese, Aníbal Troilo, Horacio Salgán. Como admiraba a músicos como Atilio Stampone y Leopoldo Federico. Pero que no pod``ia escribir ni sentir como ellos por no poder ni querer imitarlos. Y en cuanto a lo que se decía acerca de que empleaba ritmos y armonías modernas en sus tangos, sencillamente aclaraba que se trataba del “nuevo tango”, y que no serìa un error vaticinar que eso que hacìa en ese momento, en un futuro no muy lejano, habría de ser tildado de antiguo. En 1969, mientras me desempeñaba –con autorización de la Cancilería- como director de programación del Canal 7, en una finalmente frustrado intento de transformarlo en un canal cultural, fui designado jurado técnico internacional para el Festival de danza y canción de Buenos Aires, que se desarrolló en el Luna Park, y compartí ese honor con Francisco García Gimenez, Lucio demare, Hamlet Lima Quintana, Eduardo Lagos, Horacio Malvicino y Chabuca Granda. En dicho festival Piazzolla presentó la después tan famoso “Balada para un loco”, a la que votamos para el primer premio pero que perdió por la decisión del voto popular, que le otorgó el premio al tango “El último tren” de Julio Ahumada. Este tango tuvo una sola grabación, la del propio concurso, y nunca más otras. La “Balada” constituyó un éxito mundial. Después la vida y los trabajos nos llevó por
distintos países, pero seguimos escribiendonos y encontrádonos, por ejemplo,en Nueva York cuando concurrí para cumplir con un trabajo de Clarìn y Astor llegaba desde París, donde estaba viviendo, invitado en el marco de los festejos del “Columbus Day” para interpretar tres temas suyos orquestados por él para los cincuenta músicos de la Filarmónica de Nueva York, y que el enorme placer de escuchar en el Madison Square Garden. Para ese concierto también llegó Diana desde México, donde estaba exiliada duraante el tiempo de la última dictadura militar. No me queda ya espacio para seguir hablando de nuestros encuentros, pero al menos debo agregar el que tuvimos cuando siendo embajador en Suecia, pude recibirlo en Estocolmo dos veces. La primera fue para dar un deslumbrante concierto con su quinteto en el mejor teatro de la ciudad, el ante 1200 espectadores, quedando más de trescientos sin poder lograr un lugar. La grabación de ese concierto, con las palabras previas de Piazzolla en su flúido inglés se sigue pasando todavía hoy, después de veinte años, en la Radio Sueca. La segunda fue cuanto participó con el mismo quinteto meses después, en verano, en un festival de jazz a orillas del Báltico. Por supuesto, en las dos oportunidades comimos con todos los integrantes del quinteto en mi casa, donde charlamos y escuchamos música hasta el amanecer. En los comienzos de los años cincuenta, con mis jóvenes amigos, lo considerábamos un equivalente a George Gershwin, porque como él estaba creando una gran música partiendo de las raíces populares de la ciudad. Y como decía Guillermo Anad en el trabajo que antes citara, a pesar de no haber sido un “tanguero”, o quizá justamente por eso, llevó el Tango a terrenos insospechados, donde acaso ya no hacìa falta sentir “el temblor de las baldosas de un bailongo”, sino más bien la kepleriana música que produce la Tierra al desplazarse en el Universo.
*El autor es diplomático, escritor y periodista.

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